La impostora y sus dos amantes (Por Alfredo Mambié)
—Mi obsesión por ella llegó a trastornarme por completo amigo mío. Nuestros encuentros sexuales eran fuera de este mundo. Y no exagero. ¿Acaso crees que sólo era por copular y lograr buenos orgasmos?... No. Claro que no. Ese magnetismo femenino, ese frenesí, ese oscuro y potente hechizo en su forma de moverse, de hablar y coquetear, de sentirse y mostrarse siempre segura de sí misma, y en otras tan vulnerable y sumisa, era tal cual como me cuentas: Devastador, hipnotizante, perturbador, profundamente erótico. Terriblemente adictivo.
—Y nada de esto saldría de mis labios, créeme, de no verte tan afectado. ¡No te culpo en lo absoluto que te sientas tan abatido, tan destrozado! Enamorarse de Charlotte y rendirse a sus pies es una de las cosas más fáciles de hacer.
—Pero no lograr complacerla sexualmente también lo es.
—Sí. Ella es bastante exigente. Tiene con qué serlo. Su sensualidad es notoria, esté vestida o desnuda. Recuerdo lo poderoso que me llegaba a sentir cuando concertábamos una cita: Todas las miradas estaban puestas en ella, y ella conseguía que la suya siempre diera la impresión de estar puesta únicamente en nuestra intimidad. En esos encuentros románticos secretos que se van tejiendo en base al suspenso, el buen humor y la expectativa. ¡Le encantaba recrear fantasías picantes y adoptar los más inusuales papeles! ¡Era experta en eso de interpretar roles!...
—Recordarlo todavía me acalora y acelera el pulso.
—A mí también, amigo.
Tras de ellos se escuchó unos discretos toques a la puerta, y una voz femenina que anunció melodiosa desde el pasillo:
—Servicio a la habitación.
—¿Ordenaste algo para tomar? Me leíste la mente.
—En realidad pensaba que saliéramos de copas al Pub de siempre a emborracharnos…
Rodrigo abrió la puerta encontrándose con Charlotte frente a él. La chica disimuló no conocerle y se le deslizó con rapidez por un costado, justo en dirección a su, hasta ahora, desconsolado ex. Llevaba un primoroso atuendo negro de camarera francesa, con sutiles volantes y el típico delantal blanco, con bordados y hombreras a juego, falda corta plisada tipo paraguas, medias rematadas con lazos hasta la mitad de los torneados muslos y unos espectaculares tacones altos.
Inclinándose, empujó con la mejor intención de resaltar su desnudez el carrito bar hacia el balcón de la suite, con tres copas largas y una hielera de acero repleta de hielo y mucha escarcha por fuera, resguardando una exquisita botella del mejor champán, junto a una generosa guarnición de apetitosas fresas; tan jugosas, tersas, grandes y tiernas como el interior de su entrepierna.
—¿Qué demonios?...
Charlotte continuó ignorando el desconcierto y asombro de sus dos jóvenes amantes.
Ya frente a ellos, rápidamente removió el corcho de la botella, haciéndola detonar con parsimonia. El corcho saltó en clavado por el balcón hacia las aguas iluminadas de la piscina. La espuma blanca efervescente comenzó a manar como lava de un volcán, Charlotte la detuvo con la punta de su lengua con total control, redireccionándola con destreza hacia cada una de las tres copas. Luego, dos de ellas se las ofreció a los dos hombres con una sonrisa de triunfo.
—¡Salud! Por este reencuentro inesperado.
Dieron un par de sorbos y los tres se empezaron a reír. Usualmente Charlotte le agradaba usar su cabello rojizo largo y al natural, sin embargo, esta vez lo tenía teñido de negro y recortado al nivel de las orejas. Un tocado de encajes le adornaba la cabeza, dándole una apariencia inocente y servil. Estaba mimetizada. Solo quien realmente la conociera, podría reconocerla. Luciendo así, sexualmente llamaba tres veces más la atención. Ella lo sabía.
—¿Desean algo más los señores?...
—Tenemos una petición. Sabemos que, si has venido hasta acá vestida así, podrás complacernos.
—Solo por esta vez. —Los miró con perversa complicidad directo a los ojos.
Charlotte, caminó directo hacia la amplia cama de la suite, deslizándose con ligereza y sin prisas. A ambos lados, sujetos y prendidos a ella estaban aquellos dos hombres maravillosos, vigorosos y saludables, que a su manera la habían amado y brindado algo más que buen sexo, ambos estaban dispuestos y seguros de complacerla, satisfacerla y brindarle sin dudar, todas sus fantasías.
Y los quejidos y las respiraciones de la impostora y sus dos amantes se entremezclaron en un explosivo maratón de posiciones y relevos, alternándose las divinas posibilidades de ser doblemente penetrada y estimulada en simultáneo. Aquel delicioso apogeo duró justo hasta que empezó a amanecer y los tres quedaran exhaustos.
Alfredo Mambié
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